Goethe, el polifacético ilustrado alemán, reconocía que “la suprema dicha del ser racional consiste en investigar todo lo investigable y venerar silenciosamente lo ininvestigable”. En el misterio de la Encarnación de Cristo se unen los dos elementos, lo investigable y lo ininvestigable, la ciencia y el misterio.
Tenemos que hacer violencia a nuestra mente para descubrir en el misterio del desarrollo de un embrión humano al Verbo de Dios que se hace hombre. Apenas hoy, 2000 años después del nacimiento de Cristo, estamos en condiciones de describir todas las etapas del proceso del desarrollo del embrión, pero seguimos echando mano de la fe para comprender que el Dios que da la vida, el Creador, el Señor de todas las cosas, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de la misma naturaleza del Padre1, estuvo presente en todas y cada una de las fases del desarrollo embrionario. Ese y sólo ese es el significado profundo de la frase evangélica: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”2.
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